¿De qué va esta historia?

Va de madres e hijos y de padres e hijas.
Ya sabéis cómo somos las madres con los hijos (chicos), unas gallinas cluecas.
Va de cuando empiezan a reivindicar su independencia y no se quieren poner la ropa que les compras.
Va de cuando un día de repente, te dicen que no les des un beso al dejarle en el cole, que le da vergüenza.
De ese día que le dices:

—Tenemos que ir a la peluquería a cortarte el pelo, lo tienes muy largo.

Y él te contesta.

—Vale mamá, pero a una pelu de chicos, no quiero ir a la tuya de chicas.

Diez años para once tenía mi heredero, cuando me dijo que no le diera beso ni al entrar ni al salir del cole.
Aquel día se me encogió el corazón al sentir que ya se me estaba escapando.
Yo con una sonrisa en los labios le dije, —Claro cariño, no hay problema ya eres mayor.
Lo de la peluquería no fue difícil, pregunté en los corrillos de madres del cole y me comentaron de unas cuantas que te cobraban un precio razonable.
Al final me incliné por una en la que el peluquero se llamaba «Paco».
Da risa, pero la elegí porque me encanta ese nombre.
Tuve un abuelo que se llamaba Paco, tuve un camaleón que se llamaba Paco y los Pacos en mi vida me han dado siempre muy buen rollo.
Recuerdo perfectamente aquel día; había llamado previamente y me habían dado hora para las 17:30.
Y allí nos presentamos mi hijo y yo.
Él estaba ilusionado sintiéndose mayor. Una vez dentro de la peluquería había que subir una escalera de caracol amplia y señorial.
Mi hijo estaba contento, feliz y risueño, con el pelo un poco mojado por el agua nieve que había empezado a caer.
Yo le llevaba su mochila cargada de libros que pesaban un quintal. Aún me hago de cruces con la cantidad de peso que tenían que llevar.

¿Os suena el término «mamá sherpa»?

Mi hijo se quedó deslumbrado con la peluquería de caballeros.
Olía a madera, a limpio y a algo que me resonaba a un nivel profundo, visceral, que no era capaz de identificar.

—Buenas tardes, ¿eres Paco?

Di un pequeño empujón a mi hijo para que dijera buenas tardes, pero estaba absorto con la cantidad de espejos que había y con las sillas tan raras que tenía.

—Hola, ¿tenía cita verdad?

—Sí, para mi hijo.

—Ah, entonces este hombretón tiene que ser Alberto. —dijo Paco cariñoso.—Hola, Alberto.

Mi hijo dio un respingo al oír su nombre.

—Hola —dijo Alberto vergonzoso.

—Yo me llamo Paco, caballerete.

—Sentaos. Podéis colgar ahí los abrigos. Enseguida termino con este señor y empiezo contigo. —dijo guiñando un ojo a Alberto.

Un señor estaba sentado en una de esas sillas raras, llevaba un bigote cuidado que me recordaba a Clark Gable.
Solo fueron unos minutos lo que estuvimos esperando, enseguida Clark Gable se despidió de Paco y se fue con aire marcial.

—Bueno, Alberto, es tu turno —dijo Paco.

Paco manipuló unos pedales de la silla bajándola para que Alberto se pudiera sentar más cómodamente.

—¿Cómo te cortamos el pelo?

Alberto inmediatamente se giró y me miró buscando ayuda.
Me levanté y me acerqué.

—Pues déjaselo rapadito por abajo, y córtale bastante por arriba, el pelo le crece muy rápido y tiene mucha mata.

—Ja, ja, ja, sí, ya se ve que tiene más pelo que el rey Carolo.

Alberto, no decía nada… Se miraba en el espejo, y a la vez miraba todas las cosas, tijeras, cepillos y artilugios raros que tenía Paco en el tocador.
Como en un cuadro, allí estábamos los protagonistas reflejados en un espejo enorme.
De repente fui yo la que me quedé en silencio, hipnotizada, mirando un frasco color ámbar.
La emoción vino a mí de repente, como una fuerte ráfaga de viento inesperado, que te golpea a traición al doblar una esquina.
Allí sobre el tocador, a un ladito, estaba el frasco de after shave que usaba mi padre.
Paco se dio cuenta de que algo me estaba pasando.

—¿Está bien señora?

Como en una película en flashback, me vi en la casa de mis padres.

Vi a mi padre afeitándose un sábado por la mañana, mientras tarareaba una cancioncilla; con una brocha se ponía jabón por toda la cara, y con una maquinilla se apuraba cada rincón rebelde de la barba.
Luego, con mano experta, se ponía un poco de after shave «Floïd» en las manos y lo repartía con energía dándose palmaditas por la cara.
Siempre que yo entraba en el baño mientras se afeitaba, me manchaba con el jabón de la brocha entre risas; era nuestro ritual.

—¿Señora, está bien?

—Sí, gracias, es que me ha venido un recuerdo al ver el frasco que tiene ahí de «Floïd».

—Ah, sí, lo usa muy poca gente; solo algunos clientes mayores me lo piden.

—Paco, va a decir que estoy loca, pero ¿puedo olerlo?

—Por supuesto, cójalo.

—Es que lo usaba mi padre cuando yo era niña.

Con gesto casi reverencial y con mucho cuidado, abrí aquel frasco.
Inevitablemente cuando me acerqué para oler, las lágrimas de emoción se me escaparon.
Ese era el olor de mi padre; esa era la fragancia que había detectado nada más entrar y que mi cabeza racional no sabía identificar.
La sonrisa y las lágrimas se unieron en una danza espontánea.

—¿Está bien señora? —me preguntó Paco un poco preocupado.

—Mi padre murió hace cinco años y ese olor me ha traído muchos recuerdos. Pero estoy bien, tranquilo Paco.

Mi hijo me miraba en el espejo perplejo, y la verdad es que Paco tampoco sabía muy bien qué hacer.
Sonreí, para romper aquella extraña situación.

—Nada, estoy muy tonta. —dije arrancándome las lágrimas a manotazos.

Cambié de tercio, y empecé a hablar de lo guapo que estaba dejando a Alberto mientras las tijeras volaban raudas por su cabeza.
A partir de aquel día y hasta que Paco se jubiló, mi hijo y yo fuimos a su peluquería de caballeros.
Y todas las veces que íbamos, le pedía permiso a Paco para oler a mi padre.


Dedícales un pensamiento a tus padres o a tus hijos.
Hay sitios especiales que nunca deberían desaparecer.

PD: La vida está hecha de momentos; guárdalos en la caja fuerte del corazón.




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